Menores

0

Durante las últimas semanas, los menores han ocupado un espacio mediático destacado entre las tribulaciones sociales. La Fiscalía General del Estado ha alertado del despiadado aumento (en un 45%) de los delitos cometidos por menores de 14 años. El asesinato de una educadora social en Extremadura, perpetrado por tres menores del piso tutelado que atendía, nos ha espantado no solo por su ferocidad, sino, sobre todo, por la estupefacción del objetivo: ha sido víctima quien protegía a las víctimas. Y, por último, la agria disputa sobre el reparto de los menores migrantes, ahora hacinados en Canarias, exhibe esa pulsión latente e irresistible de la política hacia la crueldad: resulta desolador comprobar cómo la dignidad humana se torna en un producto sujeto a las reglas de cualquier transacción comercial. Los llamamientos a filas y al rearme para defender Europa se quedarán en un movimiento geopolítico hueco si incurrimos en la hipocresía de atacar los principios sobre los que se ha edificado nuestra civilización: la tradición grecolatina, la religión cristiana y la filosofía de la Ilustración. 

Detrás de estos hechos subyace una misma y acuciante pregunta, especialmente ante la depresión demográfica en la que hemos decidido instalarnos: ¿qué papel interpretan los menores en nuestra sociedad? Mejor dicho: ¿qué papel queremos o les hacemos que interpreten? Desde luego, es una pregunta muy amplia; mi acercamiento, con el propósito de averiguar un principio de reflexión, será jurídico (por mi formación y trayectoria, y porque el artefacto legal objetiva el consenso de una época sobre una cierta visión antropológica y sociológica). Puedo anticiparles una obviedad paradójica: somos los adultos, quizá por una inmadurez nostálgica (o es que quizá perdemos la empatía para comprender el fenómeno desde la misma realidad con la que lo vivimos, en términos de igualdad), quienes hemos infantilizado la legislación sobre la infancia; quienes vemos a niños y adolescentes como personas en futuro, como personas en construcción (mirada tierna, sí, pero de una ternura condescendiente), y no como personas en presente. Todos somos personas en permanente construcción, pero solo los adultos nos tratamos como personas completas. La evolución de un carácter no es lineal, como ilusoriamente dibujan las narraciones de las que nos hemos dotado para explicar nuestras vidas, sino que se secuencia por etapas: la persona es completa en cada una de esas etapas y conforme a esa etapa.  

Expondré dos ejemplos normativos que, creo, delatan nuestra confusión sobre el papel que hacemos que los niños y adolescentes interpreten en nuestra sociedad; y trataré de refutar las premisas que los sostienen. 

El primero: la inimputabilidad de los menores de catorce años y el régimen punitivo singular que la ley les aplica cuando cometen los mismos hechos criminales que un adulto. ¿Acaso un asesinato, como el de la educadora social de Badajoz, merece menos reproche si lo consuman unos adolescentes que unos recién jubilados? ¿El hecho es menos grave? Esos adolescentes no carecían de nociones intelectuales y volitivas suficientes para saber que matar está mal: y, aun así, mataron. Sin embargo, la legislación los compadece, con un desdén de superioridad, como ignorantes (personas incompletas); y, por eso, hace que el mismo hecho objetivo sea acreedor de un trato distinto por una contingencia tan accidental como la edad. No critico la orientación hacia la reeducación y reinserción social, pero sí que la propia perplejidad de los adultos hacia el mal (porque nos empeñamos en explicarlo y entenderlo, cuando el mal no puede explicarse ni entenderse: existe) nos impida concebir que los menores también causan maldades de manera consciente y deliberada, siquiera por un conocimiento espejo (saben lo que a ellos les inflige dolor y daño, luego saben lo que inflige dolor y daño a los demás). Los menores causan maldades, no porque sean personas en construcción o en futuro (de lo contrario, todos seríamos personas maravillosas en nuestra edad postrera), sino porque son personas en presente: y las personas en presente, menores o adultos, somos capaces del bien y del mal.  

El segundo: la limitación de la capacidad de obrar hasta el umbral arbitrario de los 18 años, que restringe el ejercicio pleno de sus derechos y obligaciones. Aquí la distorsión se introduce de otro modo: las aptitudes se asocian a la edad, cuando el nivel de madurez no depende ni cristaliza de la edad exclusivamente, ni siquiera fundamentalmente, sino, sobre todo, de la asimilación de los conocimientos y experiencias que nos procuramos y nos procuran (es cierto que la legislación prevé alivios a la norma general, como el derecho del menor a ser oído y escuchado, en función de su madurez, dentro de un proceso). La edad amplía la ventana de experiencias potenciales, pero hay personas de dieciséis años que, por su actitud e inquietud, multiplican las experiencias que han vivido otras de treinta; y, sin embargo, la de treinta (menos madura) puede disponer de sus bienes libremente, mientras que la de dieciséis (más madura), no. El precedente cercano de la revolución de la Ley 8/2021 puede impulsar el cambio de paradigma: se ha transitado desde un sistema indiscriminado, en el que se anulaba absolutamente la capacidad de obrar de las personas con discapacidad, hacia otro más matizado y razonable, en el que solo se complementan, a través de medidas de apoyo quirúrgicas, los aspectos específicos en los que esa capacidad pueda fallar. 

No reclamo, en fin, que nuestra legislación equipare el papel de los menores con el de los adultos, que trate a los menores como adultos: sino que sea un papel tratado de forma adulta. 

icono para ir a la home